Por Carlos Bonfil
¿Por qué importa hoy hablar de Robert Altman, un cineasta desaparecido hace seis décadas? Considerado el mejor cronista fílmico de los vicios y manías colectivas norteamericanos, sus películas, iconos culturales de los años setenta, gozaron de una popularidad enorme sin que por ello el director tuviera que pagar el precio acostumbrado: abdicar de su independencia artística. Títulos como MASH (1970), Tres mujeres (1977) o Short Cuts (1993) son emblemáticos. Su influencia fue clave en directores como Martin Scorsese, Francis Ford Coppola o Quentin Tarantino. Incluso en su vejez siguió siendo el renegado marginal de siempre, enemigo de las fórmulas comerciales y del sentimentalismo ramplón, innovador impredecible.
Actualmente, frente al cine norteamericano que da muestras de una rutina mayor y de una docilidad satisfecha, Altman se revela como el gran iconoclasta, el idealista irredimible que sobrevive en una época en que la mercadotecnia es vehículo, vocación y mensaje. Los jóvenes cinéfilos deberían descubrir y revalorar ese cruce infatigable de estilos narrativos, fobias, vivencias y entusiasmos que durante cuatro largas décadas fue el joven veterano Robert Altman.
La guerra de ayer, la guerra de siempre
El cine hollywoodense, tan dominado hoy por la mercadotecnia y el incontrolado afán de lucro, ofrece propuestas temáticas cada vez más frívolas e intrascendentes, búsquedas formales que inician y concluyen en la acumulación y perfeccionamiento de los efectos especiales. El llamado cine de fórmula es lo más opuesto al cine imprevisible que fue el de Robert Altman, especialista en desconcertar a los espectadores y a sus propios protagonistas con iniciativas innovadoras.
Una de ellas, la más célebre, fue el manejo de los diálogos, la confusión de voces y sonidos ambientales, perdidos en la caja de resonancias de algún pasillo y que al entrecruzarse, entrechocar y superponerse provocan una sensación de vitalidad y dinamismo. Rompen así con los preceptos del guionismo tradicional, desrielan la réplica esperada, abren continuamente el espacio a la improvisación y a la expresión jubilosa. No hay otra forma en MASH de reproducir el caos de un hospital ambulante, en plena guerra de Corea, donde un par de médicos extravagantes, Elliot Gould y Donald Sutherland, derriban las rutinas burocráticas con la bufonería verbal y la irreverencia antiautoritaria.
Quince directores habían rechazado el proyecto inicial, basado en una pequeña novela y un guión de Ring Lardner Jr., que Altman transformó por completo. A los cuarenta y cinco años, de modo un tanto tardío para los estándares de Hollywood, el director ofrecía en MASH una comedia pletórica de energía. El ambiente en hospital ambulante es de una anarquía total, la autoridad castrense tiene reflejos y toma decisiones al estilo de Groucho Marx en Sopa de patos, y los comentarios sobre religión y sexualidad muestran un desenfado nunca antes visto en el género bélico. Es una cinta de guerra en la que no se dispara un solo tiro, en la que al enemigo se le ve con simpatía y a la autoridad con sorna apenas disimulada, y esto no era lo más presentable en la Norteamérica de Nixon. No lo era entonces, no podría serlo tampoco hoy, medio siglo después, con las guerras fallidas en Irak o Afganistán. La parodia de Altman alcanza su apogeo en la escena que es remedo de la representación pictórica de la Última Cena. Los espectadores detectaron rápidamente una crítica mordaz a la guerra de Vietnam en esta cinta de 1970, presuntamente ambientada durante la guerra de Corea, que es, a su modo lúdico y absurdo, uno de los más poderosos vehículos de la protesta pacifista en el cine norteamericano. El éxito fue inmediato.
La maquinaria Hollywood
Al llegar a los noventa, uno de los temas que más interesan a Altman es la relación entre el arte y el dinero, y las concesiones del creador, obligado en ocasiones a abandonar o traicionar sus proyectos, a favor de un crédito mayor en la taquilla o en el favor del público. Esta preocupación está presente de modo apremiante en El ejecutivo (The player, 1992), sátira que marca su regreso triunfal a Hollywood, y tiene dos años antes una versión más discreta, más brillante tal vez, en Vincent y Theo (1990) retrato del pintor menesteroso auxiliado económicamente por su hermano. Tim Roth interpreta el papel de Van Gogh y el guión es una relaboración de Ansia de vivir, cinta de Vincente Minnelli, de 1956. Altman concentra sin embargo su atención en la relación de poder y los conflictos morales entre los dos hermanos. Hay una demistificación total de la imagen romántica del artista, y Roth exhibe de modo convincente aspectos muy negativos del carácter del artista, desarrollando así la cinta una visión más negra y más compleja de la que comúnmente ofrecería una biografía convencional.
En El ejecutivo, los trazos son más gruesos y la sátira social arremete contra todo un sistema, la industria hollywoodense y su capacidad de triturar impunemente todo talento que no garantice ingresos sustanciales en taquilla. El protagonista, un ejecutivo que decide de modo implacable qué guiones aceptar y cuantos rechazar, es interpretado por Tim Robbins. En la trama de avaricia y crimen intervienen, como en las cintas panorámicas que Altman filmara dos décadas antes un reparto impresionante, así como un número todavía mayor de apariciones fugaces a cargo de celebridades cercanas del cineasta.
En la filmografía de Altman, el Hollywood caníbal de los noventa es el equivalente de esa capital de la música country y de la política sucia que fue el Nashville (1975), una película que la crítica de cine neoyorkina Pauline Kael calificó como “la visión épica de Norteamérica más divertida que haya jamás llegado ala pantalla”. Lo que más adelante desaparece en El ejecutivo es la generosidad y el espíritu festivo de aquella cinta. Hollywood es aquí, sin mayores trámites, la capital del cinismo triunfante.
El maestro de la polifonía fílmica
Con todo, Robert Altman reserva todavía una gran sorpresa, un nuevo film ómnibus con varias historias que van entrelazándose con medidas muy equilibradas de júbilo existencial y escepticismo. A partir de una selección de relatos cortos del escritor Raymond Carver, Altman elabora una nueva panorámica urbana en Vidas cruzadas (Short cuts, 1993), con la ciudad de Los Angeles como escenario omnipresente, y una galería de personajes que se agrupan en parejas, en acomodos domésticos que atraviesan por crisis de infidelidad y de recelo, que conocen la rutina, el desencuentro conyugal, pero también la revelación de impulsos generosos insospechados.
El amor, la sexualidad y la muerte, y también el clímax de un terremoto que sacude y reordena las existencias, todo ello es la materia de esta película notable. Altman observó y diseccionó, a lo largo de cuatro décadas, la cultura popular norteamericana. El director de Nashville fue un maestro con escasos seguidores, y dejó el escenario en el momento más inoportuno. Un maestro que solía decir: “El pasado es cosa muerta, y la muerte no es algo que deba temerse o tomarse muy en serio”.