Por Carlos Bonfil
Sidonie Gabrielle Colette, popularmente conocida tan sólo como Colette, nació en un pequeño pueblo de la provincia francesa en 1873, dos años después de Marcel Proust, y al instalarse a los veinte años de edad en París pasó a ser primero una figura mundana de la Bella Época, para después convertirse en una de las novelistas más prestigiosas gracias a la calidad y vigor de su escritura y por una vida agitada que suscitó polémica y escándalo en el medio literario patriarcal de aquel momento. Su itinerario sentimental estuvo dominado por su relación conyugal con Henri Gauthier Villars, “Willy”, un hombre inescrupuloso quien al reconocer su talento de narradora la lanzó muy joven, casi adolescente, al mundo de las letras, incorporándola al pequeño grupo de escritores a sueldo que trabajaban para él en una empresa editorial lucrativa.
Las primeras novelas de Colette no revelaron así su autoría, apareciendo siempre firmadas por Willy. Un aspecto fascinante en esta escritora casi fantasma fue su paulatina liberación de una tutela estorbosa e inútil para conquistar a la postre una sólida reputación literaria y un reconocimiento oficial hasta hoy indiscutible.
Un debut en la vida
Pocas parejas tan mal avenidas como la conformada por la atractiva y esbelta provinciana Sidonie Gabrielle, de dieciséis años, y el hombre seductor y corpulento, catorce años mayor, que la descubre en París, en una fiesta mundana, y comienza a revelarle los secretos de una bohemia artística y literaria para después explotar su talento de prosista. A lado de Willy, su Pigmalión extrovertido, la joven conoce a escritores y artistas de la talla de Anatole France, Jean Cocteau, Marcel Proust, Claude Debussy y Maurice Ravel, así como a algunos miembros de la aristocracia francesa, reunidos todos en el célebre salón mundano de Mme Cavaillet. Ese ambiente, tan distinto de las apagadas tertulias familiares en su pueblo de Saint Sauveur-en-Puissaye, ejerce sobre ella una atracción irresistible. Su pareja Willy pronto advierte en los cuadernos de la joven una escritura espontánea y amena que pudiera funcionar como anzuelo atractivo en las librerías. Él asesorará y pulirá su estilo incipiente, y después estampará su firma con el supuesto fin de promoverla eficazmente. Para tal efecto, le asesta un consejo: “Escribe tus recuerdos de la escuela primaria, cuenta detalles salaces, algo picantes. Estamos faltos de fondos, necesitamos dinero”. La joven se aplica y redacta en 1900 la pequeña novela Claudine en la escuela, título al que seguirán otras entregas del mismo tipo: Claudine en París, Claudine se va, Claudine se casa… siempre, siempre Claudine.
Para sorpresa de Willy, hacia 1907 el éxito de la saga es ya impresionante. Un público mayoritariamente juvenil y femenino se arrebata los ejemplares, exige nuevas entregas, desenlaces inesperados, también ese toque de audacia que la escritora va dosificando con malicia y que, en el fondo, mucho refleja de su propio itinerario de provinciana audaz dispuesta a conquistar París. Es la vieja tradición muy siglo diecinueve de Balzac (Ilusiones perdidas) o de Stendhal (Rojo y negro), sólo que ahora lo ostenta una heroína, y su autora, todavía oculta, es una mujer educada desde niña en la libertad y el ateísmo por su madre Sidonie, “Sido”, una figura extraordinaria que se volverá un personaje clave en los libros de madurez de Colette. En cuanto a Willy, el esposo que firma las primeras producciones de la joven talentosa, ha quedado ya muy claro, como lo detalla la escritora en un libro tardío, Mis aprendizajes (1936), que siempre se trató de un buen vividor, de un vulgar oportunista.
Esos placeres…
Colette fue en los “años locos” de la posguerra un personaje provocador e imponente. Como tantas otras jóvenes parisinas, gustaba de llevar el pelo corto, estilo “garçonne”, que hacía furor, pero sobre todo de un detalle que escandalizaba: el porte de pantalones. Cansada de escribir novelas de amor y aprendizaje juvenil, su talento se volcó al periodismo (la crítica musical, la crónica mundana) y la dramaturgia (con adaptaciones escénicas de sus propias novelas). También estudió danza y pantomima, presentándose después como actriz y bailarina en algunos music halls de moda. Tuvo deslices amorosos con socialités del momento, como la escritora Renée Vivien o con “Missy” Mathilde de Mornay, marquesa de Belbeul, con quien sostuvo una relación amorosa, consentida por el propio Willy, y que también fue su compañera escénica en varias producciones. El atuendo masculino de Missy combinado con los desnudos parciales de Colette en el escenario, fueron la gran sensación de París.
La escritora decidió labrarse entonces una reputación doble muy propia —tanto en lo puro como en lo impuro de su arte y de su vida— al liberarse de un chantajista yugo marital y firmando sus propias obras. A la manera de su amigo Jean Cocteau, la escritora podría recurrir a una paradójica enseñanza de corte wildeano: “Nada es más difícil de sostener que una mala reputación”. Y la fama bien sostenida de Colette fue hacer de su nueva literatura y su vida amorosa dos vasos comunicantes de un mismo afán rebelde. A los cuarenta años, tomó como amante a Bertrand de Jouvenal, un joven de diecisiete años, hijastro de su segundo esposo. Tanto él como el joven seductor Auguste Hériot inspiraron los personajes pasionales casi imberbes en dos novelas que causaron revuelo: Chéri (1926), adaptada para el cine casi un siglo después por el británico Stephen Frears, y El trigo verde (Le Blé en herbe), filmada por Claude Autant Lara en 1954, dos relatos de duros desencuentros generacionales. Como ante un espejo distorsionador, Colette invirtió la seducción de la que fue objeto adolescente por parte de Willy, para volverla ahora estrategia galante de mujer madura para apaciguar y disfrutar un estupor juvenil masculino. La bisexualidad ostentosamente asumida que revela en los escenarios y en la novela Lo puro y lo impuro (“Algún día se percatarán de que se trata de mi mejor libro”, aseveró la escritora), deja una estela de escándalos en la prensa y una impronta perdurable en la literatura francesa femenina.
La incorrección política
Tanto como los desafíos vestimentarios y de conducta, son célebres algunas de sus frases más provocadoras. A la pregunta de un periodista deseoso de encasillarla como feminista, Colette responde irónica: “¿Feminista yo? ¿Es una broma? Las sufragistas me dan asco, se merecen el látigo y el harén”. Orgullosa de sus conquistas amorosas (tres esposos y varios amantes ocasionales de ambos sexos), nunca ocultó su desdén por una moral hipócrita, exclamando incluso —a la manera de una Mae West en Hollywood—, “Son tantas las mujeres que buscan ser corrompidas y tan pocas las elegidas”. Los últimos años de su vida, Colette vivió recluida en su residencia parisina, inmovilizada por una artritis en la cadera, y gozando de una celebridad inaudita. Murió en 1954, a los 81 años, y tuvo como último homenaje la negación por parte de la Iglesia católica de oficiarle un funeral religioso. Sus funerales fueron laicos y oficiales. En enero de este año se conmemoraron en Francia los 150 años de su nacimiento.