Por Carlos Bonfil
¿El masculinismo es simplemente una misoginia organizada o un movimiento legítimo de defensa de los derechos de los hombres? En fechas recientes se han venido generalizando en algunas sociedades occidentales diversas reivindicaciones masculinistas que pretenden difundir la idea de que las mujeres han conquistado, a partir del movimiento feminista, privilegios sociales y culturales tradicionalmente reservados a los hombres, al punto de hacer que estos últimos alimenten la sensación de sentirse socialmente desplazados e incluso discriminados.
Aun cuando el número creciente de agresiones y crímenes misóginos ratifican a diario la predominancia de la opresión que padecen las mujeres, son cada vez más numerosas las voces que desde el campo masculino denuncian la desigualdad de oportunidades tanto laborales como jurídicas que habría ocasionado el auge y la combatividad actual del feminismo.
De acuerdo con esta lógica conspiracionista, los hombres serían víctimas del empoderamiento excesivo de la mujer y de una ortodoxia en la corrección política que ha conseguido invertir la dinámica y equilibrio en las estructuras de género de la vieja sociedad patriarcal.
El supremacismo de la virilidad
El propósito del movimiento masculinista es lograr el rescate y reforzamiento de valores y roles esencialmente viriles que, en su opinión, han sido desvirtuados a partir del impulso socialmente desestabilizador del feminismo. En resumen, se trata de una ideología contraria a la liberación de las mujeres y favorable a la preservación de prerrogativas masculinas que supuestamente garantizan el orden y funcionamiento óptimo de la sociedad. De modo paradójico, los masculinistas han adoptado algunas de las tesis feministas para invertir totalmente su esencia original y proclamar que los nuevos privilegios concedidos a las mujeres han creado injusticias nuevas y un clima de desigualdad que afecta cada vez más a los hombres, convertidos ahora en el nuevo sexo débil.
En opinión de los activistas antifeministas dicha desigualdad se manifiesta, por ejemplo, en el desequilibrio de los derechos parentales, mismos que privilegian a las mujeres garantizándoles, después de un divorcio, ventajas jurídicas en las pensiones alimentarias y en la guardia de los niños en detrimento de los derechos de sus pares masculinos. También existe un afán por minimizar las violencias domésticas procurando denunciar que el abuso contra los hombres ejercido por las mujeres termina siendo invisibilizado en una sociedad que concede siempre la razón a estas últimas. A la causa feminista se le acusa de promover la disolución de los lazos familiares por vías del derecho al divorcio y también de socavar la propia unidad de la familia y la preservación de la vida al defender la interrupción voluntaria del embarazo.
En 1993, Warren Farrell, profesor universitario estadunidense y autor del libro El mito de la dominación masculina, expuso la peregrina idea de que si bien los hombres suelen recibir un mejor salario por su trabajo, en realidad son las mujeres las que benefician de una estabilidad doméstica y de un mayor bienestar moral gracias a las duras jornadas laborales de sus cónyuges. Este argumento se ve reforzado por los datos que aporta el masculinista Paul Elam, quien afirma que 75 por ciento de los suicidios en Estados Unidos los cometen hombres y que un 93 por ciento de los accidentes de trabajo también los padece el género masculino. A partir de generalidades de este tipo se ha venido construyendo un nuevo victimismo en el discurso viril supremacista.
La discriminación antimasculina
Resulta revelador comparar las tesis apresuradas de los movimientos masculinistas, y su carga de paranoia colectiva, con los discursos de odio que promueven pensadores y líderes políticos de la extrema derecha tanto en Estados Unidos como en Francia. En ambos casos subsiste la misma noción de “remplazo” promovida por el escritor francés Renaud Camus o por el excandidato presidencial Eric Zemmour, y de manera más vociferante por el expresidente norteamericano Donald Trump y por su émulo brasileño Jair Bolsonaro. Según la lógica conspiracionista que todos ellos comparten, la sociedad padecería no sólo de una invasión de inmigrantes indeseables que buscan relegar a un segundo plano a las poblaciones locales blancas para ocupar su lugar, sino también del error de otorgar derechos ampliados a las mujeres (invariablemente concebidos como privilegios), que propician una ruptura social irreparable al alterar el orden y las jerarquías “naturales” para trasformar en un caótico empoderamiento femenino lo que antes había sido una dominación masculina que históricamente venía garantizando una confiable estabilidad social. De acuerdo con esa visión androcentrista, el masculinismo señala ahora ciertos elementos disruptivos en las sociedades occidentales modernas, entre los que destaca formas de injusticia social contra los hombres, en especial en la aplicación de leyes discriminatorias. Según ese razonamiento, existe desigualdad en las condiciones laborales que suelen ser cada vez más arduas y peligrosas para los hombres en tanto las mujeres gozan de la gratuidad y preferencia en múltiples servicios sociales.
Las leyes suelen también aplicarse con mayor severidad a los hombres, quienes a menudo soportan penas de prisión más prolongadas que las mujeres. De igual modo, estas últimas se benefician de una inmediata presunción de inocencia en casos de abuso sexual, mientras los hombres aparecen como potenciales elementos de agresión y violencia y sus argumentos valen menos que los alegatos de sus denunciantes. A pesar del carácter evidentemente falacioso de estas posturas masculinistas, el activismo de sus exponentes no deja de crecer y expandirse en varios países occidentales permeables a la propaganda ideológica de una extrema derecha con la que comparte múltiples puntos de vista. El auge paralelo de un feminismo cada vez más politizado, cuya expresión más elocuente es el movimiento Me Too, ofrece elementos suficientes al masculinismo para radicalizar su militancia delirante.
Una manada complotista
Una de las variantes más curiosas de ese radicalismo masculinista es el movimiento de los MGTOW, por sus siglas en inglés, en la que los hombres deciden seguir un camino muy propio descartando por completo convivir con las mujeres y concentrarse más en ser independientes y prescindir de todo compromiso sentimental y sexual con ellas. De esta manera, concluyen, se eliminarían las fuentes de discriminación e injusticia de las que los hombres se sienten objeto. Más aun, se trataría de desechar el matrimonio y preferir la prostitución para el desahogo de los impulsos y necesidades sexuales, liberándose así por completo de cualquier yugo feminista.
Resulta claro que posturas tan extremas sólo pueden tener como correlato una descarga de arrebatos misóginos en las redes sociales con la multiplicación de insultos misóginos, la carga de “manadas” de violadores y la convicción masculinista de que una vez cumplida su función de objeto sexual, la mujer se vuelve para un hombre una insoportable carga financiera. Esta sería, en esencia, la plataforma ideológica del masculinismo.