Por Carlos Bonfil
El perfil profesional de Anthony Fauci es asombroso. A los 82 años, el médico virólogo ha estado al frente del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, en Maryland, Estados Unidos, desde hace 38 años, y como tal ha seguido muy de cerca, a lo largo y al lado de seis gobiernos sucesivos, la atención y control de diversas olas epidémicas: el VIH, la influenza aviar, el SARS, el H1N1 o fiebre porcina, el Zika, el Ébola y, de modo especial, el reciente flagelo devastador SARS CoV-2 o Covid-19, cuya expansión global pudo prever oportunamente. Ampliamente respetado en los círculos médicos, en Norteamérica y a nivel mundial, Fauci ha sido sin embargo una figura polémica.
Entre sus detractores más conspicuos figuran el veterano activista antisida Larry Kramer y el ex presidente Donald Trump, quien teniéndolo como asesor en la Casa Blanca, no dejó jamás de obstaculizar su trabajo con teorías negacionistas y falsas verdades sobre la pandemia por Covid-19. A pesar de estas circunstancias adversas que el virólogo logró superar con una diplomacia sorprendente, el balance de su trabajo es muy positivo: 78 por ciento de los estadounidenses aprueban hoy su desempeño.
La previsión de una catástrofe mundial
En 1958 Anthony Fauci ingresó al colegio de medicina de la Universidad de Cornell, donde se graduó con los máximos honores. De inmediato manifestó su deseo de trabajar para el servicio de salud pública e incorporarse a los Institutos Nacionales de Salud, institución en la que muchos investigadores suelen permanecer, en promedio, sólo tres años. A la fecha, Fauci ha superado ya más de medio siglo de presencia allí con un ritmo de trabajo que llega a sumar hasta 18 horas diarias. Según el escritor y periodista Michael Specter, fuente principal de este artículo y autor de la biografía Fauci, una contribución importante del virólogo fue su propuesta de combatir infecciones muy delicadas y poco comunes, como la vasculitis (inflamación de las células sanguíneas) con pequeñas dosis de fármacos utilizados para tratar cánceres diversos y enfermedades como el lupus o la artritis reumatoide.
También se asocia su trabajo con el esfuerzo por conseguir una vacuna universal para controlar, por periodos mayores a un año, las recurrencias de diversas cepas virales de la influenza, epidemia que cada año causa miles de fallecimientos prevenibles. Un desafío mayor en su carrera fue la aparición en 1981 de un virus misterioso, llamado más tarde virus de inmunodeficiencia humana (VIH), responsable de un descenso brutal de las defensas del organismo y de infecciones oportunistas poco comunes que constituían el síndrome de inmunodeficiencia humana, SIDA. Aunque la mayoría de sus colegas virólogos atribuían el mal que aquejaba a la comunidad gay al consumo de las drogas recreativas, en especial la inhalación inmoderada del nitrito de anilo comúnmente conocido como poppers, para Fauci esa explicación era engañosa. En su opinión se trataba en realidad de una bomba de tiempo, de un ataque masivo al sistema inmunológico susceptible de volverse una catástrofe mundial. Fue él quien advirtió sobre el error de considerar que un virus podía ensañarse, sin razón científica plausible, con un segmento determinado de la población. Mientras el complejo mecanismo del comportamiento del nuevo virus era estudiado por infectólogos muy competentes (Robert Gallo en Estados Unidos, Luc Montagnier en Francia, entre otros), Anthony Fauci se convirtió, en su calidad de director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas (NAIAD), cargo asumido en 1984, en el principal mediador entre el gobierno federal y los activistas que exigían más y mejores medicamentos para combatir al virus. No dependía de él, sino de la FDA (Administración Federal de Medicamentos), la supervisión y abasto de los fármacos en cuestión; sin embargo, él fue el asesor presidencial y portavoz de las decisiones gubernamentales en la materia. Según sus propias palabras: “Mi rostro era el rostro del gobierno federal”.
Virólogo institucional y activista inesperado
No es de extrañar así que sobre él recayeran los cuestionamientos más duros sobre el manejo de la epidemia del sida, entre los que destacan los del activista neoyorkino Larry Kramer y los del grupo de presión radical Act Up. Años después, el propio Fauci reconocería no haberse distanciado lo suficiente de la nociva indiferencia o desidia del gobierno de Ronald Reagan frente a la crisis, y no haber sopesado bien la ineficacia de la burocracia médica que retrasó fatalmente la investigación y obtención de medicamentos de mayor eficacia, susceptibles de salvar vidas. Por esas vacilaciones, Larry Kramer no dudó en calificar a Fauci de “idiota incompetente” y “criminal irresponsable”. Ante el dilema de proporcionar a los pacientes fármacos experimentales sin probada eficacia o abandonarlos a una muerte segura, muchos burócratas de bata blanca optaron lamentablemente por lo segundo. Fue hacia 1985 cuando Fauci decidió al fin ponerse en los zapatos de sus pacientes y comprender la dimensión de los agravios cometidos, para luego transformarse en un inesperado activista de la salud pública.
A partir de ese momento disuadió toda represión policiaca en contra de los manifestantes radicales, conversó con ellos, los invitó a las instalaciones del instituto, todo en un mea culpa tardío pero convincente. Fauci consiguió luego una nueva victoria: promover exitosamente un programa que permitía el acceso a fármacos aún no autorizados tan pronto éstos pudieran demostrar efectos positivos en los pacientes. Otra victoria, esta vez de los grupos de presión, fue lograr que ningún nuevo fármaco nuevo fuera aprobado sin pasar también por una verificación por parte de representantes de los pacientes que habrían de consumirlo. Este inaudito empoderamiento de los pacientes, carentes antes de muchos derechos, y el compromiso del virólogo con la gente enferma, le valió el reconocimiento de sus antiguos adversarios. El propio Kramer, reconciliado ya con él, lo llamó el “único verdadero gran héroe de los funcionarios de salud durante la crisis del sida”.
El imperativo de la diplomacia
Anthony Fauci, el infatigable médico y científico que estudió, valoró y supo enfrentar diversas epidemias al frente del Instituto al que dedicó largos años de labor continua, enfrentó un reto mayor bajo la presidencia de Donald Trump — hombre político ciertamente obligado a escuchar sus opiniones sobre las características, evolución y manejo clínico de la pandemia por Covid-19—, al tener que soportar las descalificaciones diarias en las redes sociales y en el cuerpo médico cercano a las posturas negacionistas del presidente. Tuvo asimismo que contrarrestar diplomáticamente absurdas recomendaciones como el uso terapéutico de la hidroxicloroquina o el bombardeo de noticias falsas o alarmistas sobre las vacunas anti-covid. Armado de paciencia ante la ferocidad de los ataques, Fauci solía decir: “Tienes que hacer tu trabajo, incluso cuando alguien esté actuando de forma ridícula. No puedes renunciar a él. Y es que si no consigues negociar con esas personas, simplemente te quedas fuera de la foto”.