Por Carlos Bonfil
Las discusiones que ha suscitado en los medios y las redes sociales la aparición de la viruela del mono, un padecimiento endémico en África pero novedoso en Europa, Estados Unidos y América Latina, semeja la repetición de una vieja narrativa de todos conocida. A poco más de cuarenta años del primer brote de una rara enfermedad que se identificaría como un virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), y cuyo origen habría sido su transmisión de una especie animal a otra humana a través de la sangre y otros fluidos corporales, hoy asistimos a la rápida diseminación de una viruela símica que, en su etapa actual de desarrollo, afecta de nuevo y mayoritariamente a la población homosexual.
Son muchos los paralelismos entre los dos padecimientos. Por un lado, la referencia común a un mono como vector inicial de contagio; por el otro, los efectos de un estigma moral asociado a una conducta sexual apartada del modelo monógamo. Hace cuatro décadas surgió una interrogante significativa que se repite en estos días: ¿Puede un virus distinguir a las personas a partir de su orientación sexual? Para quienes aún responden con una afirmativa, el tiempo se ha encargado de desmentir la falacia discriminatoria con cifras abrumadoras de contagios presentes en todas las edades y capas de la sociedad. Sin embargo, el prejuicio sigue siendo tenaz y potencialmente dañino.
VIH, coronavirus y viruela del mono
El pasado 23 de julio la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró a la enfermedad de la viruela del mono como una emergencia de salud pública de alcance mundial, lo que constituye el nivel más alto de alerta sanitaria. Dos semanas después, el 4 de agosto, el gobierno estadunidense declaró esa misma emergencia al totalizar 9,934 casos confirmados en el país, decisión que permitió desbloquear los fondos necesarios para un mejor manejo en la prevención y atención de la epidemia. Una de las diferencias más significativas entre la atención oficial prestada a la pandemia del SIDA (síndrome de inmunodeficiencia humana) y a otros dos flagelos recientes, el virus del SARS-CoV-2 y la amenaza creciente que representa a nivel mundial la viruela del mono, es la lentitud exasperante con que muchos gobiernos y autoridades de salud respondieron en su momento a la epidemia del sida, considerada despectivamente un problema de salud limitado a poblaciones altamente vulnerables como los homosexuales, los toxicómanos y los hemofílicos, entre otros sectores de riesgo. En el caso de la crisis sanitaria provocada por el coronavirus, la movilización mundial fue y sigue siendo rápida y organizada, debido, en especial, a la producción en tiempos récord de vacunas muy accesibles y eficaces.
Esta rapidez en la respuesta oficial se explica, en parte, por la gravedad de la infección, transmisible principalmente por vía área (los aerosoles que emite una persona al hablar, toser o estornudar), que coloca en un riesgo inmediato a millones de personas en el planeta. También porque este padecimiento afecta por igual a todas las capas de la población sin que hasta ahora ningún grupo o comunidad específicos hayan quedado exentos del peligro de contagio o susceptibles de ser señalados como responsables de esa catástrofe sanitaria.
Esto no sucedió en el momento de la aparición del VIH, cuando se designó a los homosexuales –las víctimas principales de la catástrofe sanitaria– como causantes del propio mal que les aquejaba, sin tomar en cuenta que ese señalamiento injusto, que además estaba cargado de un poderoso estigma moral, conllevaba una carga discriminatoria capaz de atizar en la población general el recelo o el rechazo abierto hacia los enfermos. Al mismo tiempo, se obstaculizaron de esta manera las tareas de prevención y, de modo particular e igualmente grave, la investigación médica, el diseño y la fabricación de una vacuna preventiva, misma que hasta la fecha, cuatro décadas después del inicio de la epidemia del sida, sigue aún sin materializar logros tangibles.
Resistencias colectivas
Resulta azaroso a estas fechas predecir cuál podría ser la suerte de las tareas de prevención de la viruela símica, tomando en cuenta que diversas fuentes han venido sugiriendo, de modo precipitado, que por corresponder el alto porcentaje de personas afectadas a la población de hombres que tienen sexo con otros hombres, se podría inferir que la comunidad homosexual en su conjunto sería de nuevo responsable de la transmisión de un virus potencialmente letal hacia otras capas de la sociedad. La gravedad de dicho señalamiento ha obligado a la OMS a precisar que las identidades LGBT+ no tienen por qué ser blanco de un nuevo estigma, tratándose en realidad, en el caso de la viruela símica, de un contagio aún no definido como ETS (enfermedad transmisión sexual), y que además es susceptible de incluir modos y agentes muy diversos en su propagación.
Al insistir en que la transmisión del virus surge y se mantiene dentro de la comunidad homosexual, se genera la falsa impresión de que la enfermedad no es un asunto que afecte a todo mundo, y es justamente esa percepción la que en las épocas tempranas del sida causó tantos diagnósticos tardíos y decesos que pudieron evitarse. Cabe recordar que fue una larga indiferencia gubernamental la que provocó una potente respuesta comunitaria por parte de la comunidad gay para reclamar los derechos de los pacientes y la producción de medicamentos antirretrovirales más eficientes para hacer de una enfermedad mortal un padecimiento crónico, algo que a la postre se logró gracias a la presión de una militancia por parte de las personas seropositivas. Registro de esa movilización política aparece en el documental de David France, Cómo sobrevivir a una epidemia (2012), y en la cinta de ficción 120 latidos por minuto, de Robin Campillo, así como en las protestas callejeras que protagonizaron el movimiento Act Up en Estados Unidos y Europa, desde 1987, y en México el Frente Nacional de Personas Afectadas por el VIH/sida (FrenpaVIH), 15 años después. De modo significativo, grupos similares de activistas gay protestan hoy en contra de la manera lenta o desorganizada en que se proporcionan los medicamentos y vacunas para combatir la viruela del mono. Parte de ese activismo consiste en proporcionar una información confiable y libre de rumores y noticias falsas.
Una estrategia preventiva
Stella Safo, fundadora de la asociación estadunidense Equidad Justa para la Salud, lo precisa así: “Nada indica en estos momentos que el virus se transmita por el esperma, tampoco a través de los aerosoles que emitimos al respirar. Por ahora la enfermedad afecta a ciertos sectores de la población, pero es susceptible de propagarse al conjunto de la sociedad. Es esencial comprender cómo protegerse y cómo proteger a los demás”. Es claro que no estamos frente a un virus selectivo con la capacidad de ensañarse con un determinado sector de la población, sino frente a los retos de una enfermedad nueva que obliga a modificar, por el momento, ciertos hábitos de conducta sexual. La prevención es ahora, junto con la exigencia de vacunas eficaces y accesibles, la mejor estrategia comunitaria para contener la propagación.