Por Carlos Bonfil
Aunque muchos de sus lectores siguen pensando en la escritora alemana Hannah Arendt como una filósofa, en realidad su mayor trascendencia la tiene desde los años cincuenta del siglo pasado como esa figura que ella siempre reivindicó: la de una pensadora política. Los orígenes del totalitarismo, su magno tratado de ciencia política, sigue siendo una referencia indispensable para comprender hasta qué punto los autoritarismos de la derecha y la izquierda políticas han podido coincidir en la historia en su desprecio por la crítica racional y la disidencia ideológica, como lo demuestran Hitler y Stalin, representantes máximos de una intolerancia moral vuelta política represiva de Estado.
Sin embargo, la notoriedad alcanzada por la escritora en su exilio estadunidense estuvo a punto de derrumbarse con la publicación en 1963 de Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, un libro extremadamente polémico que señaló mediáticamente a la intelectual perseguida y censurada por los nazis como una enemiga de la comunidad judía a la que pertenecía. A continuación, un acercamiento a esa personalidad controvertida.
Una precocidad intelectual
Hannah Arendt nace en 1906 en la ciudad alemana de Linden. Es hija de padres judíos secularizados, miembros de una clase relativamente próspera e interesados en la cultura y las artes, circunstancia que pronto predispone a su hija al hábito de la lectura. A los 14 años la joven de carácter inquieto y rebelde conoce ya el latín y el griego y ha leído a Kant, el filósofo autor de La crítica a la razón pura. Dos años más tarde decide marcharse sola a Berlín, donde se crea un círculo de amistades intelectuales, mismo que afina su inclinación por los estudios filosóficos que inicia en la Universidad de Könisberg.
Allí comienza una amistad amorosa con su maestro, 17 años mayor, Martin Heidegger, un pensador que, junto con Karl Jaspers, ejerce una influencia decisiva en su formación intelectual y política. Igualmente importante es su relación con su mentor sionista Karl Blümenfeld, quien despierta en Arendt el interés por la historia de Palestina y la idea de una comunidad judía mesiánicamente concebida como un “pueblo elegido”. Naturalmente el espíritu libertario de la joven no puede aceptar esta concepción ortodoxa y pronto muestra su disidencia al declararse contraria a todo nacionalismo y abogar, de modo premonitorio, por una Europa federalizada –intuición de lo que décadas más tarde será la Unión Europea.
Es interesarte señalar que aunque a Arendt comúnmente se le considera filósofa, en realidad ella siempre se consideró a sí misma como una pensadora política, defensora de la pluralidad de ideas y de un concepto de democracia directa y participativa opuesto al de una democracia representativa. En 1929, luego de doctorarse en filosofía en la Universidad de Heidelberg, la joven de 23 años contrae matrimonio con Günther Stern, miembro del Partido Comunista Alemán y amigo del dramaturgo Bertolt Brecht. El pensamiento de la joven se radicaliza en ese entorno político donde todavía sigue vivo el recuerdo de la revolución de noviembre 1918 y las muertes de los espartaquistas Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Pocos años después, el 30 de enero de 1933, Adolfo Hitler sube al poder en Alemania. Este acontecimiento cambiará sutancialmente la vida de Hannah Arendt al ser orillada al exilio y condenada a la pérdida de su nacionalidad alemana.
La banalidad del mal
En 2012 la realizadora alemana Margarethe von Trotta realiza Hannah Arendt, un film estelarizado por la actriz Barbara Sukowa. Su estrategia narrativa es interesante. Omitiendo muchos datos de una biografía que supone ampliamente conocida, la cineasta elige concentrarse en sólo cuatro años de su existencia (de 1960 a 1964) y en el episodio histórico que sin duda es el más importante y decisivo de toda su trayectoria intelectual. Después de que los servicios secretos israelíes de la Mossad capturaran en Argentina ,en 1960, al criminal de guerra Otto Adolf Eichmann, y fuera éste trasladado a Israel para su enjuiciamiento, Hannah Arendt acepta elaborar un extenso reportaje para la revista The New Yorker sobre la manera en que transcurre el proceso. Las cuatro partes de esa crónica aparecen tres años después en forma de libro bajo el título Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal.
La polémica se enciende de inmediato y miembros de la comunidad judía neoyorkina repudian a la escritora exiliada en Norteamérica desde 1943 y autora ya célebre de Los orígenes del totalitarismo (1951) y La condición humana (1958), por considerar que su teoría sobre la naturaleza del mal en realidad denigra e insulta a los judíos al pretender que no existe un mal absoluto encarnado en figuras diabólicas como Hitler, y sí, solamente, un mal ordinario, casi burocrático, representado por personajes mediocres como el propio Eichmann, quienes, dotados de un poco de poder, son capaces –por mera estupidez– de respaldar los peores crímenes de la historia. “Una irreflexión personal es capaz de generar más desgracias que todos los impulsos malvados intrínsecos en un ser humano” (Arendt).
Nuestra capacidad de ser, en tanto ciudadanos, cómplices pasivos de las atrocidades cometidas por gobiernos autoritarios, revela hasta qué punto el mal puede y suele volverse algo muy banal y cotidiano en nuestras vidas. Esta lección, vigente hasta nuestros días, fue muy incomprendida en su momento. El agravio del que se responabilizó a la escritora fue haberse atrevido a señalar que en una tragedia como el holocausto judío, la repartición de las culpas fue muy desigual, dado que en la posguerra los grandes verdugos siguieron viviendo con relativa impunidad y nulo arrepentimiento.
Los polémicos colaboradores judíos
La película Hannah Arendt cobra una intensidad dramática mayor al exponer sin cortapisas el tema más incómodo y delicado en el duro debate que suscitó el libro Eichmann en Jerusalén. En opinión de la escritora, fueron no pocos líderes judíos, en distintos países europeos, los que habrían primero minimizado la amenaza fascista, para luego acomodarse a la situación imperante en 1933, ya fuera por impotencia (“toda resistencia era imposible”, recuerda Arendt), por oportunismo o simplemente para salvar sus propias vidas. En algunos campos de exterminio hubo quienes colaboraron con los nazis preparando para sus hermanos judíos las cámaras de gases en las que ellos mismos serían después sacrificados. Esta cruel ironía es “uno de los más tenebrosos capítulos en la ya tenebrosa historia de los padecimientos de los judíos en Europa”. Un capítulo tabú hasta la fecha. Algunos amigos judíos, como su antiguo tutor sionista Karl Blumenfeld, rompieron de tajo su vieja relación con ella. Por su parte, su segundo esposo, Heinrich Blücher, con quien compartió en 1940 la suerte de perseguidos políticos en la Francia de Pétain, y luego el exilio a Estados Unidos, le guardó una invariable solidaridad afectiva. Fallecida en Nueva York en 1975 por un infarto al miocardio, Hanna Arendt es hoy una de las pensadoras políticas más influyentes de la historia contemporánea.